Un hombre, llamado Alfredo, entra a
una fiesta y va directamente al bar bebiéndose así dos vasos de ron y luego,
apoyándose en el marco de una puerta, se puso a observar el baile. Casi todo el
mundo estaba emparejado, a excepción de tres o cuatro tipos que, como él,
rondaban por el bar o fumaban en la terraza un cigarrillo.
Al poco tiempo comenzó a aburrirse y
se preguntó para qué había venido allí. Él detestaba las fiestas porque no
sabía bailar ni de qué hablar con las muchachas.
Un rato después, cuando Alfredo se
encontraba en la terraza, una voz sonó a sus espaldas y, al voltear la cabeza,
se encontró con un hombrecillo de corbata plateada, que lo miraba con
incredulidad. Éste le pregunto la razón por la cual se encontraba allí y Alfredo
le respondió que había venido acompañando a su hermana. Como Alfredo estaba
solo el hombrecillo decidió presentarle unas amigas. Lo llevo a una segunda
sala, donde se veían algunas muchachas sentadas en un sofá. Una afinidad
notoria las había reunido allí: eran feas. Las muchachas lo miraron un memento
y luego siguieron conversando. Permaneció un rato ahí, tratando fallidamente de
abrir una conversación hasta que el hombrecillo regresó y se lo llevo para que
saludase a su hermana por su cumpleaños pero ésta estaba bailando con un
cadete. Alfredo se quedó solo otra vez.
Alfredo, olvidado, se acercó una vez
más al bar y se dijo a sí mismo que tenía que bailar. Era ya una cuestión de
orden moral. Mientras bebía el quinto trago buscó en vano a su hermana entre
los concurrentes. Se puso a pensar que ya había pasado la edad de acoplarse en
fiestas de adolescentes, por lo cual, trató de ubicar a alguna chica mayor a
quien no intimidaran sus modales ni su inteligencia.
Cerca del vestíbulo había tres o
cuatro muchachas un poco marchitas.
Alfredo se acercó. Al llegar al grupo tuvo una sorpresa: una de las muchachas
era una antigua vecina de su infancia, llamada Corina. Ésta lo presento al
resto del grupo y entablaron una buena conversación hasta que un hombre blanco,
calvo y elegante interrumpió, llamando la atención de todos debido a un paseo a Chosica que
habían planeado. El hombre le ofreció que vaya con ellos, así tendrían un carro
más, pero Alfredo, enrojecido, le dijo que no tenía carro. El calvo lo miró
perplejo, como si acabara de escuchar una cosa absolutamente insólita. Un
hombre de veinticinco años que no tuviera carro en Lima podría pasarse como un
perfecto imbécil.
El vacío comenzó otra vez. Alfredo se
dirigió al bar otra vez y se sirvió un vaso hasta el borde. Cuando se disponía
a servirse otro, divisó a su hermana, Elena, y de un salto estuvo a su lado, la
cogió del brazo y la invitó a bailar. Elena se desprendió vivamente y lo
rechazó porque bailar entre hermanos no era propio y además Alfredo estaba apestando
a licor.
A partir de ese momento, Alfredo erró
de una sala a otra, exhibiendo su soledad. Bebió más tragos pero le empezó a
quemar las entrañas. Fue a la cocina y pidió un vaso de agua. La mucama dejó la
puerta entreabierta y se alejó, dando unos pasos de baile. Alfredo observó que
en el interior de la cocina, la servidumbre, al mismo tiempo que preparaba el
arroz con pato, celebraba, a su manera, una especie de fiesta íntima. Una negra
esbelta cantaba y se meneaba con una escoba en los brazos. Alfredo, sin
reflexionar, empujó la puerta y penetró en la cocina.
Se acercó a la negra y le dijo vamos a
bailar, la negra se rehusó, disforzándose, riéndose, rechazándolo con la mano
pero incitándolo con su cuerpo. Cuando estuvo rinconada contra la pared, dejó
de menearse. Ella temía que los vieran pero Alfredo insistió hasta que la negra
cedió.
Mientras la mucama cerraba la puerta
con llave, Alfredo atenazó a la negra y comenzó a bailar. En ese momento se dio
cuenta que bailaba bien, quizá por ese sentido del ritmo que el alcohol da.
Bailaron muchas piezas y el resto de la
servidumbre hacía de vez en cuando comentarios graciosos. Alfredo observó una
mampara al fondo de la cocina que daba al jardín. Decidió ir ahí con la negra.
Había una agradable penumbra. Alfredo
apoyó su mejilla contra la mejilla negra y bailó despaciosamente. La música
llegaba muy débil. Durante un largo rato no hablaron. Alfredo se dejaba mecer
por un extraño dulzor.
De pronto, una gritería se escuchó
dentro de la casa y la gente agarrada de la cintra en forma de tren salió al
jardín anunciando que iban a partir la torta. La negra trató de zafarse pero la
retuvo de la mano. Y la hubiera abrazado nuevamente, si es que un grupo de
hombres, entre los cuales veía el dueño
de la casa y al hombrecillo de corbata plateada, no apareciera por la puerta de
la cocina. El dueño de la casa largo a la negra y también a Alfredo haciendo un
gran escándalo.
Alfredo le dijo a la negra que se
encontraran en la calle Madrid y abotonándose el saco con dignidad se retiró
sin despedirse de nadie. Pasó por el bajo muro de su casa y a través de la
ventana vio a su padre sentado leyendo el periódico. Se dirigió a la calle
Madrid en donde le esperaba la negra. Alfredo la cogió de la mano y la arrastró
hacia el malecón, lamentando no tener plata para llevarla al cine. Caminaba
contento, en silencio, con la seguridad del hombre que reconduce a su hembra.
Estaba otra vez al lado de su casa, se
quedó mirando por la ventana, donde su padre continuaba leyendo el periódico.
Alguna intuición debió tener su padre, porque fue volteando la cabeza. Al
distinguir a Alfredo y a la negra, quedó un instante perplejo. Luego se
levantó, dejó caer el periódico y tiró con fuerza los postigos de la ventana.
Se dirigieron a la parte sombría del
malecón, donde se veían automóviles detenidos, en cuyo interior se alocaban y
cedían las vírgenes de Miraflores. Estuvieron caminando un rato hasta que
Alfredo propuso saltar la baranda para poder apreciar el mar.
Ayudándola a saltar la baranda, caminaron
un poco por el desmonte hasta llegar al borde del barranco, se sentaron y
tuvieron alucinaciones acerca al suicidio.
Emprendieron el retorno. Estaban
saltando la baranda cuando un faro poderoso los cegó. Se escuchó el ruido de
las portezuelas de un carro que se abrían y se cerraban con violencia y pronto
dos policías estuvieron frente a ellos.
Los policías los empezaron a
interrogar porque pensaba que estaban haciendo actos indebidos, además
prohibido saltar la baranda y, mucho más, estar con una negra es esas horas.
Decidieron subirlos al carro y llevarlos a la comisaría.
Llegaron y el oficial de guardia se
encontraba jugando ajedrez con su amigo. Levantándose, dio una vuelta alrededor
de Alfredo y de la negra, mirándolos de pies a cabeza. Empezó a interrogarlos
de manera discriminatoria debido a que
era una mujer negra la que se encontraba en dicha situación. Alfredo no
aceptaba que el andar con una negra a esas horas de la noche fuese algo malo,
así que decidió decir que la negra era
su novia. El oficial, al oír esto, se echó a reír. El oficial decidió dejarlos
ir pero con la condición que los policías los llevaran al parque Salazar para
que siga paseándose con su novia, la negra.
Llegando al parque, se bajaron antes
para poder separarse de lo policías. Alfredo y la negra descendieron. Bordeando
siempre el malecón, comenzaron a aproximarse al parque. La negra lo había
cogido tímidamente del brazo y caminaba a su lado.
Vio las primeras caras de las lindas
muchachas miraflorinas, las chompas elegantes de los apuestos muchachos, los
carros de las tías, los autobuses que descargaban pandillas de juventud, todo
ese mundo despreocupado, bullanguero, triunfante, irresponsable y despótico
calificador. Y como si se internara en un mar embravecido, todo su coraje se
desvaneció de un golpe. Le dijo que se le habían acabado los cigarrillos, que
iba a la esquina y volvía.
Antes de que la negra respondiera,
salió de la vereda, cruzo entre dos automóviles y huyó rápido y encogido, como
si desde atrás lo amenazara una lluvia de piedras. A los cien pasos se detuvo
en seco y volvió la mirada. Desde allí vio que la negra, sin haberlo esperado,
se alejaba cabizbaja, acariciando con su mano el borde áspero del parapeto.